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El modo en que miramos el mundo depende de nuestro conocimiento y de la información que buscamos. En esa búsqueda es donde nuestra percepción aparece como un comportamiento intencionado. La percepción de los espacios de la ciudad que habitamos, los desplazamientos que hacemos dentro de ella, los lugares que frecuentamos y aquellos donde permanecemos, se configuran en una especie de oposición con los espacios que se nos presentan como ajenos a nuestro habitar. A nosotras, nos encuentra el deseo del descubrimiento de acontecimientos y lugares que quizás se nos han pasado por alto. Nos interesa transitar y construir nuestras experiencias en estado de atención y de percepción sinestésica.

 

Una de las acepciones de sinestesia que nos ofrece el diccionario dice que es una «imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente». Esta característica tiene un origen biológico, pero existen diversos estudios que evidencian que algunos aspectos de la sinestesia pueden aprenderse. Olympia Colizoli es una neurocientífica cognitiva que tiene sinestesia, y junto a sus colegas de la Universidad de Ámsterdam han detectado que la sinestesia, a veces puede ser moldeada por experiencias inolvidables.

La ciudad que nos une es Paraná, a una por nacimiento y a la otra por elección. Paraná es la capital de Entre Ríos y alberga alrededor de 250.000 habitantes. Todos sus límites son cursos de agua naturales: al Norte el río Paraná, al Oeste el río Paracao, al Este y Sureste el arroyo Las Tunas y al Sur el arroyo Los Berros. La ciudad está custodiada por las barrancas que emergen a la vera del río Paraná, emplazadas sobre el margen izquierdo mirando hacia sus costas bajas, del otro lado de la corriente, que rodean la vecina provincia de Santa Fe. Allí el río se contornea menos claramente con cursos más pequeños, islas y lagunas. Nuestra ciudad ribereña se completa con un paisaje ondulado que contiene dieciséis micro cuencas hídricas distribuidas por toda su superficie. El entramado urbano es irregular y la ciudad presenta un crecimiento que no ha apuntado demasiado hacia el cielo, sino más bien se ha expandido como una planta rastrera.

 

Paraná cuenta con prolíficos espacios verdes, algunos más atendidos y frecuentados que otros, pero ninguno reúne las cualidades que presenta el  Paseo Jardín, que lleva el nombre del periodista y poeta entrerriano Marcelino Román. Este peculiar lugar se encuentra acurrucado dentro de la cuenca del arroyo La Santiagueña que atraviesa el centro urbano. La entrada principal se encuentra en la esquina del Boulevard Mariano Moreno y De la Torre y Vera. Justo a un lado del gran cartel que corona la entrada principal se ubica una casilla de gas, bastante ordinaria pero que resulta ser la morada del afamado Chat noir en Paraná.

 

Para quienes no estén enterados, este famoso gato hizo su primera aparición en una litografía que promocionaba una gira de Le Chat Noir, un cabaret ubicado en el barrio parisino de Montmartre que funcionó a finales de la década de 1880. Resulta que Salis encontró el gato negro en la puerta del local y le encomendó al artista Théophile Alexandre Steinlen el diseño del cartel donde se lo observa con un porte majestuoso, pero con un pelaje encrespado, sobre un estridente fondo amarillo.

El otro lateral del Paseo está demarcado por la calle Martín Miguel de Güemes, una curva en declive que constituye una de las principales vías de acceso hacia la zona portuaria y a la costanera de la ciudad. Como decíamos, la trama urbana es bastante creativa por su irregularidad, y por las características físico naturales de la zona. El Paseo se amolda a la depresión natural del terreno que rodea el arroyo, es por eso que parece estar hundido en la ciudad que lo envuelve. Circular por las veredas que lo rodean, nos acerca de una forma inusual a las copas de los árboles, cuestión difícil de experimentar generalmente. Además del ingreso principal, se puede acceder desde varios lugares secundarios. De todas formas, aventurarse por la entrada principal no es lo más recomendable por la peligrosidad que implica descender por una vieja escalera de madera, la cual ya perdió su función por el gran deterioro que acarrea. Para ingresar con mayor tranquilidad, hay que bajar por otras escaleras, sobre De la Torre y Vera, que conducen hacia un lateral del Paseo. El espacio desborda de vegetación y cuenta con un puente peatonal para cruzar el arroyo. 

 

La caminata sobre el puente transcurre bajo el abrigo de grandes chivatos y sauces, entre otras especies. Algunos tienen en sus troncos ojos que nos miran atentamente, sin pestañear, mientras algunas otras plantas despliegan su belleza y se mezclan con residuos variados que llegan a ese curso de agua. Asomándonos por el puente se alcanzan a divisar algunos zapallos en mitades que quedaron varados en el borde del arroyo; así también algunas cubiertas, al parecer de un rodado de grandes dimensiones. El canto de las aves que gustan de habitar este espacio acompaña agradablemente el murmullo del tráfico que ya quedó sobre nuestras cabezas. La mayoría de las personas han escuchado en algún momento de sus vidas, el canto de los pájaros, el viento, el agua, pero en el momento en que nos tornamos conscientes de que realmente están presentes musicalmente, se genera un acercamiento al espacio que estimula nuestra memoria sonora.

 

Sobre otro de los árboles se lee la frase ALMA MATER acompañada de un dibujo de un rostro con una corona de flores y hojas. Esta expresión procede de una locución latina que se consolida en la Edad Media para referirse a la Universidad, a esa “madre que nutre” de sabiduría. No sabemos qué acepción considera quien dejó esta huella, pero quizás no sea la misma. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el corazón del Paseo se extiende una explanada con algunas pérgolas que aparece como un espacio que invita a la reunión. En estos tiempos pandémicos es difícil imaginarlo porque algunos de nuestros hábitos están obligados a virar de rumbo, pero claramente este sector es ideal para la ronda de mates al sol en las siestas de invierno. A pesar de los encantos de este espacio urbano y natural es difícil percibirlo amigablemente ya que se encuentra en un estado de relativo deterioro. Además, la frondosa vegetación y su existir casi subterráneo, quizás inspiran sensaciones de inseguridad y desprotección. Pero, sin dudas, evadiendo por un fugaz momento la idea de que las políticas públicas no apuntan a rescatar, habitar y cuidar estos espacios, ese tono de lugar en ruinas le confiere una mística irresistible. Acompañando esta sensación, aparece a nuestro encuentro un gran muro que alberga algunos de los murales graffiti más bellos de la ciudad.

 

Sobre una de las paredes, copada por una planta trepadora y con algunas ventanas visibles, emerge de la tierra un joven, quizás de unos 12 o 13 años con un pañuelo rojo que le cubre la nariz, la boca y le cae hasta el pecho. Es difícil descubrir su expresión debajo del pañuelo, pero el contorno negro de unos ojos relajados parece indicar un grado de amabilidad. No sabemos si su nombre es YB, si él mismo lo escribió o si alguien decidió dejar su huella por ahí. El pañuelo rojo tiene una trama estampada, poco visible a la distancia, que es el rostro de una persona, pero no la reconocemos. A su izquierda, una bandera flamea. Aquí se escuchan armonías de algunas canciones que suenan familiares, de esas que nos erizan los pelos de la piel. La acompaña un cartel que versa: El arte es el amor hecho revolución. Quizás tiene que ver con el joven de pañuelo rojo, pero quizás sólo está ahí, de casualidad.

 

Un poco más alejado convive en la misma pared una especie de conejo que parece muy afligido, quizás no puede terminar de emerger de su madriguera, no llegamos a verle las patas. Seguimos la caminata y para nuestra sorpresa nos topamos con un muro contiguo donde conviven diversas especies: una persona, al parecer, con rastas en su cabello y un gran gorro posa cruzado de brazos, de frente un alienígena a varios colores que le ofrece algo para fumar. Un poco más alejado, aunque no menos atento a la situación, un ojo piramidal envuelto en una nube, emite vibraciones en verdes y amarillos. Parece ser una adaptación de la representación del Ojo de la providencia o el Ojo que todo lo ve. Puede ser que allí nos sintamos en la mira de algo, o de alguien, de una voluntad externa inmersa en un gran entramado complejo de tecnologías que operan al estilo del panóptico foucaultiano. Para completar la escena, la planta trepadora lentamente les va tocando las cabezas. Se alcanzan a percibir algunos sonidos que encuentran como constante la repetición de su ritmo. La música en convivencia con las sonoridades del lugar significa acercarnos como visitantes operando desde la escucha activa.

El recorrido parece terminar cuando llegamos a una elevación y casi trepando salimos a la calle Güemes. Nuestro recorrido por el Paseo Jardín resulta una experiencia transensorial donde se manifiestan múltiples asociaciones entre sus formas, colores y sonidos. El murmullo del arroyo, el color de los follajes, el ruido del tráfico, el canto de las aves y las voces de lxs caminantes que transitan por encima nuestro, son algunos de los micro momentos que se ensamblan en una experiencia sinestésica. 

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ALMA MATER - Paisaje sonoro
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Nuestras voces - Paisaje sonoro
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